El Archivo de la Casa de la Memoria La Sauceda de Jimena de la Frontera alberga los originales del Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes de los años 1931 y 1932, que proceden de una donación con los documentos que pertenecieron al diputado de la Segunda República por la circunscripción gaditana Adolfo Chacón de la Mata, que fue fusilado por los sublevados en 1936. Esta donación la hizo Juan Luis Callejo de la Vega, arquitecto municipal de Jimena de la Frontera, residente en La Línea de la Concepción, en la que fue casa de dicho diputado.
En un artículo anterior, habíamos destacado el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes nº 185, que incluye el Acta de Acusación de la Comisión de Responsabilidades contra el ex Rey Alfonso XIII por su implicación en el golpe de Estado de 1923 (apéndide 1º), del 17 de junio de 1932.
En esta ocasión, dedicamos la sección “Documento de la semana” al Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes nº 73, de 12 de noviembre de 1931, que contiene el acta acusatoria contra el mismo ex monarca, Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena (apéndice 9), así como el número 77, de 19 de noviembre de 1931, que incluye el discurso final del presidente del Gobierno, Manuel Azaña, y la votación final de esta acta de acusación, que fue aprobada por aclamación unánime de los diputados presentes.
Estos documentos muestran que las Cortes de la República declararon a Alfonso XIII culpable de alta traición, le retiraron sus títulos y aprobaron la incautación de sus bienes.
El acta de acusación contra Alfonso XIII aprobada por las Cortes de la Segunda República dice así:
“A todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: Que las Cortes Constituyentes, en funciones de Soberanía Nacional, han aprobado el acta acusatoria contra don Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena, dictando lo siguiente:
«Las Cortes Constituyentes declaran culpable de alta traición, como fórmula jurídica que resume todos los delitos del acta acusatoria, al que fue rey de España, quien, ejercitando los poderes de su magistratura contra la Constitución del Estado, ha cometido la más criminal violación del orden jurídico del país, y, en su consecuencia, el Tribunal soberano de la nación declara solemnemente fuera de la ley a don Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena. Privado de la paz jurídica, cualquier ciudadano español podrá aprehender su persona si penetrase en territorio nacional.
Don Alfonso de Borbón será degradado de todas sus dignidades, derechos y títulos, que no podrá ostentar ni dentro ni fuera de España, de los cuales el pueblo español, por boca de sus representantes elegidos para votar las nuevas normas del Estado español, le declara decaído, sin que se pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores.
De todos los bienes, derechos y acciones de su propiedad que se encuentren en territorio nacional se incautará, en su beneficio, el Estado, que dispondrá del uso conveniente que deba darles.
Esta sentencia, que aprueban las Cortes soberanas Constituyentes, después de publicada por el Gobierno de la República, será impresa y fijada en todos los ayuntamientos de España, y comunicada a los representantes diplomáticos de todos los países, así como a la Sociedad de Naciones».
En ejecución de esta sentencia, el Gobierno dictará las órdenes conducentes a su más exacto cumplimiento, al que coadyuvarán todos los ciudadanos, tribunales y autoridades”.
El discurso de Azaña, que cerraba el debate del acta de acusación contra Alfonso XIII, fue el siguiente:
“(…) Sería una manifiesta injusticia y una falta de lealtad (…) si este Gobierno no declarase solemnemente que todo lo que se hizo aquella tarde y aquella noche fue de común acuerdo, participando todos en la responsabilidad. ¿Cómo es posible, Sres. Diputados, que a los siete meses de la revolución, se pretenda ahora hacer un problema de lo que entonces se pudo y se debió hacer con la persona del Rey? Yo afirmo, Sres. Diputados, que es desconocer el carácter más grande de la revolución espanola el dia 14 de Abril, lamentarse ahora de que no se hubiese hecho un escarmiento personal y sangriento en la persona de D. Alfonso de Borbón. Porque lo más alto, lo más luminoso, lo que quedará como raro ejemplo en la historia de España, es que se haya podido derrocar el régimen en medio de la universal alegría de los españoles, y sin que, ni por el pensamiento de un solo madrileño (que aquel día se puso el pueblo de Madrid a la altura digna de la capital de la República), pasase ni un propósito de agresión, no ya un acto, y que haya podido caer una Monarquía tenida por milenaria sin que se haya atentado contra una solo persona, sin que se haya roto siquiera un cristal, y habiéndose convertido el pueblo en defensor de los restos de la familia Real. Este es el hecho glorioso, y lo que tiene importancia. (…) Y me interesa hacer constar, ademas, que cuando todavía no eramos más que un Comité revolucionario, y se discutian los medios y los actos que podrían traer la revolución, fue acuerdo unánime del Comité revolucionario, hoy Gobierno, que no se tocara a las personas reales, que se dejara a salvo toda la familia Real y que no mancháramos la pureza de nuestras intenciones con el acto repugnante de verter una sangre que ya, una vez derrocada la Monarquía, no nos servía para nada.
Esto se acordó así, y así se practicó; orgulloso estoy de ello, por haber pertenecido a aquel Comité. Pero es justo decir, en honra del pueblo español, que el Gobierno provisional y el Comité revolucionario no tuvieron que tomar ninguna medida para cumplir su propósito de no ofender con la sangre vertida inútilmente la gloria de la Revolución (…), ¿pues quién fue el defensor de la familia real aquella noche sino el pueblo de Madrid? Pues que, cuantos estábamos en el Ministerio de la Gobernación, dilatada la potencia ejecutiva del nuevo Gobierno por una multitud de aficionados y auxiliares republicanos, que venían a prestarnos su colaboración personal, de tal suerte que no se sabia dónde empezaba el Ministerio y dónde empezaba la colaboración, ¿no vimos a aquellas gentes dirigirse a la plaza de Oriente y, ante una muchedumbre excitada, violenta, entusiasta, bastó el paso de unos cuantos guardias cívicos, con un brazal rojo por toda arma, aconsejando prudencia, para que aquella muchedumbre hiciese un valladar en el palacio y allí no pasase nada ni ocurriese nada, es decir, ocurriese el hecho significativo y magnífico de que el pueblo de Madrid estuviese asistiendo serenamente a su alegría y fuese a proclamar la República con el gozo, entusiasmo y espontánea manifestación de juventud con que puede ir a una fiesta gloriosa, mas aún en los barrios populares, con el candor festivo con que se va a una romería?
De esto no podemos arrepentirnos nosotros; todo to contrario (…). Estimamos además, Sres. Diputados, que este debate debe terminar ya inmediatamente. Aceptamos el texto que acaba de leer la Comisión. Responde, a nuestro juicio, por su magnitud, por sus dimensiones, por su redacción y su tenor, a la altura de las circunstancias y a los propósitos del debate. Sería ocioso que hubiésemos venido aquí a enjuiciar a D. Alfonso XIII como ante un tribunal ordinario. Este es un proceso de orden político, de fundamento moral y de resonancia histórica, y cada cual vote aquí según la convicción que se ha formado en su conciencia, sin estudiar ningún texto, sin leer el Código penal, sin más que su experiencia personal de español que ha sufrido los efectos del reinado de D. Alfonso de Borbón y padecido bajo la dictadura. No vamos a desconocer delante de un escrúpulo legal todo to que se ha ido sedimentando en nuestras almas durante los diez y veinte años que han formado nuestra personalidad de políticos y nuestra conciencia de ciudadanos; y con esta conciencia y esta personalidad votemos aquí hoy esta condena de D. Alfonso XIII. ¿Qué valor tiene esta condena? Para mí, todo. Sobre los Diputados de la nación pesa evidentemente una formidable carga de historia, nada menos que la historia de España; pero sobre quien ha representado a España durante siglos pesa uria formidable carga de responsabilidad, la responsabilidad dinástica, que se hereda como se hereda el poder; y al caer una dinastía, el destronamiento no extingue la responsabilidad personal del que la representa; el destronamiento extingue la responsabilidad histórica; pero ¿es que vamos nosotros a disolver la responsabilidad moral de la persona y el acto propio individual lo vamos a disolver en todo ese océano de historia, de tradiciones, de responsabilidades dinásticas, borrando al hombre? No. La responsabilidad histórica cae sobre la dinastía y sobre sus representantes; pero ¿y el acto personal?, ¿y su voluntad propia? ¿Es que no sabemos todos que un día de un año D. Alfonso pudo decir “sí” y no lo dijo, y que otro día pudo decir “no” y no lo dijo? Pero ¿es que aquel día 14 de septiembre, cuando el rey recibió esa carta, grotescamente amenazadora, de Primo de Rivera, no pudo cumplir con su conciencia y dejar la corona en medio de la calle? No es obligatorio ser rey, menos serlo con vilipendio y menos aún con traición al país. (Muy bien.) Y aquí descansa y recae la responsabilidad personal de D. Alfonso de Borbón, que no se extingue con el destronamiento, que es la obra de la revolución la que acaba con la historia de la dinastía, sino que empieza en un acto de voluntad hecho por una persona que se llama Alfonso de Borbón, que no se puede borrar con nada y sobre el cual cae ahora el rayo de justicia de la revolución española.
Con estos dos caracteres nosotros votamos el texto de la Comisión, y yo estimo que este acto, que parece una redundancia (…) tiene un valor extraordinario, porque ahora adquiere un valor jurídico y forma de voluntad soberana emanada de las Cortes el hecho primordial del 14 de abril, que para mí, Sres. Diputados, si queréis que lo resuma en una fórmula, diré que esta noche, con esta votación, se realiza la segunda proclamación de la República en España. Por eso estimo yo que para que esta determinación y este fallo tengan toda la autoridad y toda la majestad que debe tener lo que nace de estas Cortes, debe proclamarse por la unanimidad de todos los Diputados republicanos aquí presentes. Y yo os digo, republicanos y socialistas, correligionarios que hemos sudado y trabajado por la revolución y que estamos aquí dispuestos a defenderla con nuestras vidas, que esta noche tenemos que levantarnos a la altura de las circunstancias y proclamar aquí que nuestra voluntad es la de siempre, y que al condenar y excluir de la Ley a D. Alfonso de Borbón, proclamamos una vez más la majestad de nuestra República, la inquebrantable voluntad de nuestro civismo y la permanencia de las glorias españolas cifradas en sus instituciones libremente dadas por la Nación. (Grandes y prolongados aplausos)”.